Era por la tarde, quizá las 5 cuando me senté en un sillón que no puedo recordar exactamente cómo era. Al lado, mi papá platicando con un huésped americano; uno de los primeros que tuvo Las Golondrinas. Había silencio en los patios y el sol se reflejaba en las macetas rebozadas de plantas y flores de colores. Esas sombras tenían todos los tonos del blanco y el negro que no eran grises, sino ese color de la nieve que sólo los esquimales dan nombre y, saben diferenciar del desplegado de matices que les ofrece el techo de su hogar.
El huésped nos decía que nunca había estado en un hotel, con una armonía singular y delicada como la que contemplaba en ese momento. Mi papá con su sombrero de palma, le explicaba algo acerca de la casa: que había sido antigua vecindad, de los quehaceres de Petrita, de Micaelita, la mujer luchadora, de Don Alfredo y doña Conchita… y, de repente, un colibrí se acercó a saborear el néctar de los rosales del primer patio y mi papá se levantó del asiento y quitándose el sombrero, y acomodando sus lentes, sonrió.
No se me olvida que este huésped nos habló de los hongos alucinógenos de Huautla de Jiménez porque él los había probado. Nos contó la magia, la realidad, los sueños, la curación, la limpia, la tristeza y la alegría…, todo provocado por la belleza de la ceremonia de los hongos y el campo verde.
Quizá por eso, siempre a las 5 de la tarde, siento en esa pequeña estancia de la Recepción, la nostalgia que me recuerda que los hongos y Huautla, sigue siendo mi visita imprescindible y siempre postergada. No me angustia, hoy no es el mejor tiempo, mañana seguro que sí.